martes, 26 de julio de 2011

Cambio Radical


Escribe: Ramón Sánchez Ocaña

Un programa de televisión ha puesto en la picota la cirugía estética. Y hay que serenar los ánimos. No toda la cirugía estética esta planteada así. Es verdad que estos escultores de la carne, que así deberían llamarse los cirujanos estéticos, hacen auténticas maravillas. Unas se ven. Otras, no. Pero no podemos olvidar que en esta cirugía hay varios componentes que nada tienen que ver con el arreglo de unas mamas, de unas narices o de unas orejas de soplillo.
Es importante destacarlo, porque su labor, callada muchas veces, se queda en la sala de quemados de un hospital. A sus manos llegan los quemados indefectiblemente. O se queda en los arreglos más o menos soportables de un organismo al que un accidente de trafico ha destrozado. Por eso nunca se debe olvidar esa perspectiva y quedarse solamente con la vistosidad de una modelo escultural que se ha retocado las orejas.
Es verdad que estamos en la civilización de la imagen, de la presencia. No es que impere lo joven; es que lo joven manda. La competitividad empieza a exigir unas determinadas cualidades no solo intelectuales o profesionales, sino también visuales. La apariencia se considera ya como un dato más de esa profesionalidad. Secretarias, vendedores, etc. tendrán una mejor valoración cuanto mejor sea su imagen. Y no es una opinión, sino la constatación de un hecho. Por eso la demanda de esta cirugía crece de manera exponencial. Y cada uno tendrá sus razones para someterse a ella. Con ocasión de un importante congreso de cirugía plástica, un cirujano que exponía sus nuevas técnicas dijo con una tranquilidad extraordinaria: “Créanme: dentro de unos años ser feo va a ser lo mismo que estar sucio”.
No pude evitar una cierta indignación ante aquel aserto tan poco solidario como atrevido e interesado. La belleza había traspasado su categoría para convertirse en una mercancía social susceptible de discriminación. ¿Feo va a ser sinónimo de sucio? La indignación no sólo no fue cediendo sino que aumentó en cuanto empezó el análisis de los cánones de belleza. ¿Quién va a determinar dónde está la fealdad-suciedad? ¿Quién decide quién es el limpio y quién es el bello? Y por si fuera poco chocaba frontalmente contra uno de los postulados que siempre defendí: la necesidad de la aceptación propia. Una aceptación que nada tiene que ver con el conformismo o con la idea conservadora. Y mucho menos con el fatalismo. Uno se puede aceptar para, partiendo de la base real de cómo se es, intentar el cambio no sólo de uno mismo, sino también del mundo en que vive.
Si lo que se busca es la felicidad del individuo, no hay duda alguna de que ésta pasa por la aceptación previa y sincera de uno mismo. Si no, siempre habrá rincones de duda y empezará a crecer la idea de que con un centímetro más de aquí, o uno menos de allí, estaría mejor. Y eso, como muchas veces se evidencia, crea tolerancia y una cierta dependencia