Por Ramón Sánchez Ocaña
Legalizar la coca nos ahorraría mucha violencia, declaró no hace mucho Sergio Fajardo, candidato a la presidencia de Colombia y ex alcalde de Medellín. No es una opinión aislada y hay muchas voces que, en aras de eliminar delincuencia, abogan por liberalizar la cuestión. Sin embargo, parece que se banaliza y se frivoliza en exceso. Suele argumentarse que la tradicional represión no obtiene resultado alguno, como es evidente. Pero, ¿hay represión real? ¿Cómo es posible que miles de jóvenes sepan donde adquirir estas sustancias y lo ignoren las autoridades?
Hay sectores que, con gran honradez intelectual, afirman no tener criterios claros sobre la cuestión. Y de la misma manera, hay otros que intentan equiparar la postura liberacionista con la progresía. O, dicho de otra forma: que todo aquel que no piense en la legalización como solución tiene una inconfundible idea conservadora. Sinceramente, creo que ni lo uno ni lo otro. Hay muchas razones para oponerse a la legalización. Y la primera se desprende de la forma en que hoy se droga el individuo. Todos los expertos dirán enseguida que se caracteriza no por el consumo de una determinada sustancia, sino por un grupo de ellas. Por la llamada politoxicomanía. No es cuestión ya de plantear qué sustancias se legalizan, si no de ir a la base del problema: ¿por qué un individuo necesita o quiere drogarse? Ese es el verdadero debate y no la sustancia que el drogadicto, como enfermo social, consume. El crecimiento de drogas de diseño implica que no se puede establecer un catálogo de prohibiciones. E insistir en los efectos de la droga no cambia por su situación legal.
Normalmente, los partidarios de la legalización sostienen varias razones:
-Se acabaría con la mafia y el gran negocio. Los beneficios podrían destinarse a la rehabilitación y a campañas informativas contra la droga. -Se mejoraría notablemente la seguridad ciudadana.
-Al tener control, mejoraría su calidad y no habría adulteraciones.
-Las políticas restrictivas y policiales no han dado resultado.
Los expertos argumentan, por el contrario:
-No es cierto que se acabe con las mafias. Se acabaría, sí, con el pequeño traficante. Los grandes capos del narcotráfico seguirían su inmenso negocio, vendiendo, si no a traficantes menores, sí a los enviados de cada país, porque parecería impensable organizar el cultivo. -No se eliminaría el tráfico tampoco, porque habría que prohibirlo a los menores de edad, con lo que se abriría un nuevo mercado negro, favorecido, además, por quienes obtienen la droga legalmente. Seguirían vendiendo pero a clientes cada vez de menor edad.
-La seguridad ciudadana mejoraría, sin duda. Pero el problema grave de la droga no está en los delitos que se cometen para conseguirla, sino en la ruina física en que se sumen sus adictos. Mejoraría la seguridad ciudadana a costa de crear generaciones enteras de drogodependientes (la comparación con la ley seca no es válida. Durante ésta hubo un descenso notable de muertes por cirrosis en EE.UU.).
-La mejor calidad de la droga se podría conseguir, es verdad; pero ello no impediría que el heroinómano, por ejemplo, no llegara a cumplir los treinta años. Porque se muere por el deterioro físico de la droga, no por el accidente de la sobredosis o la adulteración nociva.
El problema añadido es que de la droga se habla siempre con pasión.
Y con más pasión según lo cerca que se esté de ella. Pero insisto: es sano que una sociedad plantee públicamente estos problemas. Si se trata de planteamientos honestos, siempre surgirán ideas de interés.
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