viernes, 6 de agosto de 2010

Nos pesa el futuro

Ramón Sánchez Ocaña



Es evidente que vivimos una vertiginosa época de avances. Y que, además, esos avances multiplican su celeridad por la coincidencia en su apología de los medios de comunicación. Apenas se esboza una posible ventura, los medios nos erigimos en profetas y pregonamos las excelencias que se pueden derivar de esa incipiente probabilidad.

El último ejemplo lo tenemos en la vacuna RV 144 contra el sida. Cuando se lee la realidad de la investigación y las dudas que los propios científicos arrojan sobre esa nueva “inmunización” no parece que haya muchas dudas acerca de que no se trata realmente de una vacuna sino simplemente de un intento novedoso. La carga viral, por ejemplo, es la misma en los infectados vacunados que en los no vacunados y la diferencia entre los vacunados y los que recibieron placebo es mínima. Con estas premisas, hablar de “nueva vacuna” es cuando menos un sueño que no conecta con la vida real. 

Pero ocurre en todos los campos de la vida. Pese a que el mundo nos trae a diario abundantes noticias que nos hacen preguntarnos qué es lo que está pasando, o qué civilización estamos creando, íntimamente tenemos la sensación de que estamos instalados en una especie de burbuja inflada de optimismo. 

Las expectativas, es decir, la posibilidad razonable de que algo suceda, nos dicen que la esperanza de vida nos situará por término medio en los 80 años. Y que más de 3 de cada 5 cánceres se curan; y que las predicciones sobre el aumento de la población no son tan dramáticas; y que el talento del ser humano va superponiendo energías para que la civilización no se detenga. Y que si el mar se acaba, la acuicultura nos pone el pescado en el plato. Se trata, en definitiva, de dibujarnos un mundo, si no idílico, sí al tamaño de nuestro idealismo para que nos permita vivir pensando que tenemos lo mejor posible. 

Y, sin duda, esas noticias dramáticas que tratan de traernos el mundo real a nuestro rincón de confianza pueden tener la misión de decirnos desde una pantalla o desde una letra impresa eso de “Mira qué suerte tienes que no estás en Indonesia, ni en Afganistán, ni en el terremoto de Sicilia, ni...”. Es como si te traen la tierra reseca de África y te abren cerca un grifo para que oigas caer el agua... 

Instalados, pues, en el bienestar, real o fomentado, rodeado de expectativas idealizadas, nos llega de golpe la realidad en forma de crisis. Y acostumbrados a creer que no es posible, nos vemos sumidos en un horizonte oscuro, porque lo que no hemos sabido gestionar es la capacidad de frustración. Somos socialmente como niños pequeños a los que de pronto se les dice que se acabó el ocio. Y como hijos de esta civilización del bienestar que hasta hace bien poco quería de todo y lo tenía (y sin tardanza), nos encontramos ahora con que no es posible. Que el paro si no ha llegado ya, puede estar cerca; que hay que hacer ejercicios de humildad, que la ostentación es un insulto, que ya hay hambre. Y, sobre todo, que se palpa una sensación de miedo. 

Hay que pinchar aquella burbuja de optimismo. Bajarse a la realidad. Aunque nos pese el futuro. Y cambiar las expectativas para no ser víctimas de la frustración.

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